Cita: Al comentar el cuadro que Hopper tituló "Sol en el segundo Piso" (1960), Mark Strand afirma ESlo siguiente: "La mujer mayor lee una revista, la joven mira más allá del marco de la pintura. El hecho de que estén ocupadas cada una en lo suyo, y sin embargo compartan el mismo porche, es suficiente para sugerir posibilidades narrativas que llevarían al espectador muy lejos de lo que tiene ante los ojos. No obstante, estas dos maneras de involucrarse visualmente con el cuadro - la espacial y la narrativa- parecen equilibrarse entre sí, sin que ninguna de ellas asuma un dominio total: cuando las narraciones que aportamos nos llevan demasiado lejos, la geometría de la pintura nos llama de vuelta, y cuando esta geometría se torna aburrida su potencial narrativo se reafirma".
Os adjunto esta reseña fantástica de F. Calvo Serraller:
Trapecios
Francisco Calvo Serraller, El País, 7 de junio de 2008
Siendo los poetas quienes mejor nos desvelan lo que, a fuerza de ser
visto cotidianamente, nos resulta invisible, no es raro que se hayan
convertido en intérpretes de esas visiones estancadas que son los
cuadros. Tal es el caso del poeta canadiense Mark Strand (Isla Príncipe
Eduardo, 1934), cuyo peculiar ensayo Hopper (Lumen) acaba de
ser editado en castellano en versión de J. A. Montiel. Como seguramente
habrá adivinado el lector, el lacónico "Hopper" del título es el
apellido del hoy mundialmente célebre pintor estadounidense Edward
Hopper (Nueva York, 1882-1963), cuyas magnéticas imágenes de la vida
cotidiana de su país hace tiempo que desbordaron su preciso marco local
para transformarse en el observatorio especular de la soledad del hombre
contemporáneo. Pues bien, Mark Strand encara el universo icónico de
Hopper mediante 32 breves comentarios de 30 cuadros del pintor, que
están redactados con distanciada prosa forense, pero para así mejor
atizar el aliento poético que subyace a cada una de las asépticas
escenas pintadas.
Según nos advierte en el prefacio de su libro, Strand quiere evitar en su análisis toda tentación empática de dejarse atrapar por una fácil identificación con lo local y lo sentimental; esto es: por quedarse en una sociología y una psicología ocasionales del american way of life, aunque sea cortado por el patrón de la vida cotidiana del segundo cuarto del siglo XX. Para lograr este propósito, Strand aísla, con fría sagacidad, por un lado, la trama dominante de la mayoría de las composiciones pintadas por Hopper, el cual repite machaconamente la estructura geométrica de un trapecio isósceles, mientras, por otro, se concentra en diseccionar la dirección y el sentido de la luz que las alumbra. Aunque esta descripción tan estrictamente formalista pudiera parecernos, en principio, desanimante, o, nunca mejor dicho, descorazonadora, la realidad es que da de lleno en la diana del arte de Hopper y, si se me permite, del arte en sí, porque apunta al difícil equilibrio o, habría que decir quizá mejor, a la pugna entre lo estable y lo inestable, entre el espacio y el tiempo, que marcan el frágil destino mortal del ser humano.
Lo inestabilizador del trapecio isósceles, que es el que tiene iguales los dos lados no paralelos, cuando se aplica a una composición pictórica, se debe a que nos obliga a estar de paso frente a lo que vemos en un cuadro, dejándonos, como quien dice, in albis, sobre cualquier más allá que antecede o sucede a la escena que miramos. Por lo demás, la luz de Hopper es todo menos vibrátil y saltarina, y contra natura, enfosca el espacio y detiene la acción. De esta manera, Hopper, según Strand, violando nuestras rutinarias expectativas, nos lleva al paroxismo de la intriga, como ese trapecista de circo cuyo equilibrio está garantizado por dar estabilidad con su propio peso al frágil y precario balancín donde pende sobre el vacío. Y es que el arte, precisamente por tratar sobre algo tan volátil como la vida humana, necesita sobre todo de la matemática y de la física, que explican las leyes donde se encuadra y gravita nuestra soledad. -
Según nos advierte en el prefacio de su libro, Strand quiere evitar en su análisis toda tentación empática de dejarse atrapar por una fácil identificación con lo local y lo sentimental; esto es: por quedarse en una sociología y una psicología ocasionales del american way of life, aunque sea cortado por el patrón de la vida cotidiana del segundo cuarto del siglo XX. Para lograr este propósito, Strand aísla, con fría sagacidad, por un lado, la trama dominante de la mayoría de las composiciones pintadas por Hopper, el cual repite machaconamente la estructura geométrica de un trapecio isósceles, mientras, por otro, se concentra en diseccionar la dirección y el sentido de la luz que las alumbra. Aunque esta descripción tan estrictamente formalista pudiera parecernos, en principio, desanimante, o, nunca mejor dicho, descorazonadora, la realidad es que da de lleno en la diana del arte de Hopper y, si se me permite, del arte en sí, porque apunta al difícil equilibrio o, habría que decir quizá mejor, a la pugna entre lo estable y lo inestable, entre el espacio y el tiempo, que marcan el frágil destino mortal del ser humano.
Lo inestabilizador del trapecio isósceles, que es el que tiene iguales los dos lados no paralelos, cuando se aplica a una composición pictórica, se debe a que nos obliga a estar de paso frente a lo que vemos en un cuadro, dejándonos, como quien dice, in albis, sobre cualquier más allá que antecede o sucede a la escena que miramos. Por lo demás, la luz de Hopper es todo menos vibrátil y saltarina, y contra natura, enfosca el espacio y detiene la acción. De esta manera, Hopper, según Strand, violando nuestras rutinarias expectativas, nos lleva al paroxismo de la intriga, como ese trapecista de circo cuyo equilibrio está garantizado por dar estabilidad con su propio peso al frágil y precario balancín donde pende sobre el vacío. Y es que el arte, precisamente por tratar sobre algo tan volátil como la vida humana, necesita sobre todo de la matemática y de la física, que explican las leyes donde se encuadra y gravita nuestra soledad. -
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