Enrique Moradiellos, El País, 22 de marzo de 2013
El informe de los inspectores educativos de la Comunidad de Madrid
sobre el desastroso nivel de conocimientos culturales positivos de los
licenciados en Magisterio ha sacado a la luz un “secreto” bien conocido
en las aulas universitarias españolas en general y en las de las
Facultades de Formación del Profesorado en particular. Y los que hemos
tenido contacto con ese problema de manera directa y fehaciente podemos
dar fe de ello por experiencia propia.
Lo más preocupante de algunas reacciones al informe por parte de los
afectados es la negativa a contemplar el núcleo del problema: que la
formación universitaria recibida ha descuidado gravemente los
fundamentos disciplinares (el conocimiento derivado del cultivo de las
disciplinas científico-humanísticas: historia, matemáticas, literatura,
biología…) en beneficio del saber formal y procedimental de las
“ciencias de la educación” (teorías psicopedagógicas, doctrinas
didácticas, praxologías docentes…). Tal es el caso de la reacción de la
alumna mencionada en el artículo de este mismo diario (Un fallo docente desde la base,
14 de marzo de 2013) que desconocía la ubicación de los ríos Ebro,
Duero y Guadalquivir: “A mí no me tendrían que preguntar los ríos de
España, es mucho más importante que evalúen mi capacidad para
enseñárselos a un niño ciego”.
Se trata de una respuesta asombrosa e inquietante por su patente
desafío a toda lógica intelectual humana (¿cómo enseñar algo a un alumno
ciego si no se sabe hacerlo a uno vidente?) y también al principio
básico de la pedagogía más clásica y ya casi bimilenaria: Primum discere, deinde docere
(primero aprende y solo después enseña). Un principio, por cierto,
remarcado una y otra vez por los mejores pedagogos y psicólogos de la
educación que han abordado el problema. Así, por ejemplo, se expresaba
Richard S. Peters, famoso director del Institute of Education de la
Universidad de Londres, allá por 1977: “Si hay algo que debe
considerarse como una preparación específica para la enseñanza, la
prioridad debe darse al conocimiento exhaustivo de algo que enseñar. Un
profesor, en la medida en que está vinculado a la enseñanza y no ya a la
terapia, la socialización o el asesoramiento sobre oficios y carreras,
debe dominar algo que pueda enseñar a otros”. Y así corrobora ese aserto
algunos años después una figura como Margret Buchmann desde una
institución homónima de la Universidad de Michigan: “Conocer algo nos
permite proceder a enseñarlo; y conocer un contenido disciplinar en
profundidad significa estar mentalmente organizado y bien preparado para
enseñarlo de manera general. El conocimiento de contenidos
disciplinares es una precondición lógica para la actividad de la
enseñanza; sin él, las actividades de enseñanza, como por ejemplo hacer
preguntas o planificar lecciones, están colgadas en el aire”
Hannah Arendt advirtió de que la pedagogía se emancipó de la materia que se va a transmitir
¿Cómo hemos llegado a esta ridícula, pero grave, situación? Dejando
aparte conocidas razones sociográficas derivadas de la conformación de
un gremio profesional con aspiración al control unívoco de una materia
definida como “ciencia de la educación”, la clave probablemente está en
la difusión de unas filosofías y antropologías psicopedagógicas de
perfiles muy pragmatistas y formalistas que han llegado a ser
hegemónicas en el campo de la pedagogía y la didáctica (y en los planes
de estudio del magisterio español, de paso). Ya en los años sesenta del
siglo XX, cuando esta deriva comenzaba a extenderse por Estados Unidos,
Hannah Arendt lanzó una llamada de alerta con su habitual perspicacia:
“Bajo la influencia de la psicología moderna y de los dogmas del
pragmatismo, la pedagogía se desarrolló, en general, como una ciencia de
la enseñanza, de tal manera que llegó a emanciparse por completo de la
materia concreta que se va a transmitir”. Una década después, era el
pedagogo canadiense Lucien Morin el que advertía contra los desvaríos de
unos “charlatanes de la nueva pedagogía” que querían hacer tabula rasa
de todas las experiencias docentes previas en aras de una modernidad
mal entendida. Sus palabras son particularmente actuales a la vista del
caso madrileño: “Todos afirman que gracias a las ciencias de la
educación serán más respetadas las exigencias intelectuales y, sin
embargo, lo que está ocurriendo en todas partes es exactamente lo
contrario”.
Ciertamente, no cabe duda de que las perspectivas psicopedagógicas
mencionadas adolecen de sustancialismo formalista metafísico (“se puede
enseñar de todo a todos al margen de los contenidos enseñables”),
carecen de fundamento racional lógico (el mantra de “aprender a
aprender” no dice nada: aprender a aprender solo quiere decir
“aprender”) y resultan dañinas pragmáticamente en el plano docente (¿qué
ganamos con llamar “segmento de ocio” al recreo, “permanencia de ciclo”
a la repetición de curso o “diseño curricular básico” a la elaboración
del programa de estudios?).
En esos planteamientos late el presupuesto falso de que en la
enseñanza y el aprendizaje, como actividades humanas regladas para la
transmisión y adquisición de conocimientos positivos y habilidades
pragmáticas, cabe diferenciar y analizar como distintos y autónomos a la
forma y a la materia, al continente y al contenido, al pretendido
proceso efectivo fijo y regular (la razón que sobrevuela) y a sus
supuestos componentes ocasionales y aleatorios (la empiria que es
estructurada). Solo desde este punto de mira la pedagogía y la didáctica
serían así verdaderas “ciencias” soberanamente autónomas que mostrarían
y desvelarían el proceso formal, racional y continente de la
“educación, la enseñanza y el aprendizaje”, con independencia de lo que
pudiera ser la materia prima, el contenido disciplinar, el campo
empírico y semántico referencial, de esas actividades.
Un maestro debe rebatir y mantener a raya la verborrea pretenciosa de la ciencia educativa
Pero esa es una pretensión falaz y su resultado un desastre cultural
sin paliativos en el horizonte. ¿Por qué? Porque, en sentido estricto
histórico, no es posible aprender a enseñar, como tampoco a pensar, sin
que esos verbos transitivos tengan un complemento predicativo inherente e
inexcusable que defina y aclare su sentido: ¿Enseñar qué? ¿Pensar en
qué? ¿Cabe pensar en un joven que piense sin que añadamos sobre qué está
pensando: el próximo examen a preparar, su futuro profesional, la
situación familiar, la angustia de la soledad, la dicha de ser amado, el
presentimiento de la mortalidad, la compleja entidad del pensamiento
reflexivo? ¿Acaso puede ser lo mismo enseñar a leer a un niño, que a
operar con elementos químicos a un bachiller, que a conducir un coche a
un joven, que a traducir textos del latín a un neófito interesado pero
adulto, que a identificar las estructuras estelares a través de un
telescopio de nueva gran potencia a un astrónomo en formación
posdoctoral? Y por eso mismo, con independencia del interés,
aplicabilidad y eficacia potencial (indudable, a nuestro juicio) de los
saberes pedagógicos y didácticos, el acto educativo y la labor de
enseñar y de aprender siempre será una materia informada (es decir: la
única posible, puesto que la materia informe es incognoscible o es la
nada absoluta o la estéril totalidad indiferenciada) y siempre un
continente contendrá algún contenido (porque de lo contrario no sería
tal, aunque dicho contenido fuera en su límite como un conjunto vacío,
un sistema de partes ausentes o simplemente un valor cero).
En resumidas cuentas, todo maestro y profesor y todo alumno y
estudiante que aspire a ser maestro-profesor (siempre de algo: desde la
especialidad de formación para pedagogo y educador infantil a la de
instructor de vuelo aeronáutico o experto latinista; no hay profesor “de
todo y para todo” ni educación “en todo y de todo”) debe conocer los
fundamentos básicos de sus disciplinas y algunos más específicos del
saber acumulado por las investigaciones pedagógicas y las experiencias
didácticas. Pero también debe desconfiar, rebatir, ponerse en guardia y
mantener a raya la verborrea pretenciosa y vacua de una supuesta ciencia
holística de la educación formal, inmaterial e incontaminada de
contenidos efectivos conceptuales y empíricos. Y es preciso y urgente
que esta evidencia penetre en las aulas de las Facultades de Formación
del Profesorado. Por mera razón de supervivencia propia y autoestima
profesional.
Enrique Moradiellos es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad de Extremadura.
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