La desmemoria
Cuando los españoles se han enriquecido se han olvidado de que en muchas épocas han pertenecido y ahora vuelven a pertenecer a un país de emigración que ha aportado mucho a las sociedades de acogida.
Jordi Soler, 12 de enero de 2012 EL PAÍS, Opinión
Hace unos cuantos años, muy pocos, el principal miedo de los españoles, dentro de una lista de opciones atroces que incluía, por ejemplo, el terrorismo y el paro, era el miedo al inmigrante.
Era el miedo sintomático de un país rico que veía a los inmigrantes
como una amenaza, como una turba de gente necesitada que quería
aprovecharse de su riqueza, de sus plazas de trabajo y de sus servicios
sociales.
Pero ese miedo al inmigrante, a la gente que tiene que salir de su
país para instalarse en otro que le ofrezca mejores oportunidades, era
también el miedo de un país desmemoriado, cuya bonanza económica lo
había hecho perder de vista uno de sus fundamentos, que es precisamente
esa multitud de españoles que, a lo largo de los siglos, exactamente
igual que los inmigrantes que vienen aquí, han ido emigrando de este
país para instalarse en otro que les ofrezca una vida mejor.
Los emigrantes españoles, desde el primer conquistador hasta el
último gachupín, primero a la fuerza y luego en sociedad con los
habitantes de aquellas tierras, fueron conformando ese territorio
enorme, rico y fecundo que es Latinoamérica. España puso ahí su lengua,
su religión y una forma particular, y única, de encarar la vida que se
sigue conservando hasta hoy.
Gracias a sus emigrantes, España creció y se multiplicó en aquel
continente, y hoy su lengua, el español, tiene una importancia capital
en el mundo y una capacidad de expansión, y una influencia, que la hacen
cada día más importante. Si no fuera por los países latinoamericanos,
España, y el español, tendrían hoy la relevancia mundial que tienen
Polonia, y el polaco.
El ensayista mexicano Alfonso Reyes, que fue, entre otros destinos
diplomáticos, embajador de México en España, decía, refiriéndose a la
evidente e insoslayable relación que hay entre los dos países, que quien
no conoce México no conoce bien España, y viceversa.
Se refería a la forma en que España, durante quinientos años ha ido
diseminándose y creciendo del otro lado del mar, sin dejar de ser ella
misma, pero, simultáneamente, reconvertida en otros países.
Escribo esto pensando en la nueva oleada de emigrantes españoles que,
huyendo de la interminable crisis económica europea, se están yendo a
México a buscarse la vida, y que son un eco de aquella oleada anterior
de republicanos españoles que llegaron a aquel país, alrededor de 1939,
buscando un empleo, una casa y un futuro, lo mismo que buscan los
jóvenes emigrantes de hoy, aunque el origen de una y otra migración sea
completamente distinto.
Como la única forma de combatir la desmemoria es haciendo memoria,
voy a contar aquí las circunstancias en las que llegaron a México los
españoles de la oleada anterior, una historia que conozco perfectamente
porque en aquella oleada iban mi madre y mis abuelos. Hablo de oleadas
porque estas migraciones tienen un carácter cíclico, como las olas del
mar.
En 1939, al terminar la Guerra Civil, más de medio millón de
republicanos tuvo que huir a Francia para ponerse a salvo de la
represión del general Franco, que no contento con su triunfo también
quería hacer desaparecer a los sobrevivientes del bando contrario de la
faz de la Tierra. Aquellos españoles, que llegaban a Francia como
refugiados políticos, fueron tratados como prisioneros y encerrados en
varios campos de concentración que se habían dispuesto cerca de la
frontera, y que hoy constituyen una de las páginas más negras, y también
más ignoradas, de la historia de Francia.
Aquellos cientos de miles de españoles se encontraron, de pronto,
prisioneros en un país que no los quería, ni sabía qué hacer con ellos
y, sobre todo, sin país al cual regresar.
Las democracias del mundo hicieron la vista gorda ante el triunfal
golpe de Estado de Franco, decidieron no intervenir, no meterse en ese
asunto que consideraban estrictamente doméstico. Todos los países le
dieron la espalda al Gobierno legítimo de España, excepto México, que,
en uno de los episodios más conmovedores que recuerda la diplomacia,
defendió a la República y al Gobierno de Azaña, una y otra vez, con el
único apoyo de la URSS, en Ginebra, ante la Sociedad de Naciones, que
era entonces el germen de la ONU.
Unos años antes, en diciembre de 1936, el presidente de México,
Lázaro Cárdenas, había otorgado asilo político a León Trotski que, como
estaba a punto de pasar a los republicanos españoles, se había quedado
sin país al cual regresar.
“No podemos aceptar que haya un hombre en el mundo que carezca de un
lugar donde vivir”, dijo Cárdenas entonces, y a partir de esta idea
comenzó a movilizarse la diplomacia mexicana en Francia, en perfecta
coherencia con la defensa de la República que hacía en la Sociedad de
Naciones, para ayudar y ofrecer refugio a cualquier español que quisiera
irse a vivir a México.
El 11 de septiembre de 1940, ya en plena ocupación alemana, el
embajador mexicano en Francia, en un esfuerzo que no daba tregua a los
pocos funcionarios con que contaba su oficina, había logrado documentar a
100.000 españoles que querían irse a México, y que esperaban subirse a
alguno de los barcos que con ese objetivo fletaba el Gobierno de Lázaro
Cárdenas y que Luis I.Rodríguez, el embajador, tenía que salir a buscar
por todos los puertos de Europa. No todos los que se acogieron al
ofrecimiento de Cárdenas llegaron a subirse al barco, pero sí varios
miles que poco a poco se fueron integrando a la sociedad mexicana y con
los años fueron dejando un legado cultural que hasta hoy enriquece a
aquel país. En 1939 se fue a México, y a otros países latinoamericanos,
lo mejor de España; profesores, médicos, políticos, artistas, poetas y
filósofos llegaron a trabajar y a enseñar lo que sabían.
Y es probable que hoy esté pasando lo mismo, que los jóvenes mejor
preparados se estén yendo de aquí, a buscar oportunidades y,
eventualmente, a enriquecer los países a los que lleguen.
Dentro de unos años, cuando en España mejoren las cosas, algunos
regresarán, pero otros no, como demuestra la historia de los miles de
emigrantes que se han ido y que, años después, se descubren con hijos y
nietos en ese país donde pensaban permanecer solo un tiempo, en lo que
mejoraban las cosas en el suyo.
Esperemos que entonces no vuelva a caer sobre nosotros la desmemoria,
que cuando este sea otra vez un país rico no se olvide de sus
emigrantes, de esa España que lleva quinientos años floreciendo en
América Latina; que la memoria alcance para tratar con más delicadeza a
los inmigrantes que vendrán aquí a buscar una oportunidad, y que sea
suficiente para no volver a percibirlos con miedo.
De aquella historia de alta diplomacia que protagonizó México en la
Sociedad de Naciones, en Ginebra, no se acuerda nadie, y se recuerda
bastante poco la solidaridad que tuvo Lázaro Cárdenas con los exiliados
españoles. Se recuerda tan poco, y tan mal, que hoy tenemos aquí
situaciones como esta: si un mexicano quiere viajar a España, ya no
digamos a instalarse sino como turista, tiene que cumplir con una lista
desproporcionada de requisitos que incluye, por ejemplo, que el amigo o
pariente que va a hospedarlo tenga que ir a la comisaría de su barrio a
presentar los planos de su casa para que un policía vea si tiene espacio
suficiente y dé su visto bueno. Y además se expone, como sucede con
frecuencia, a que el oficial de turno no lo deje pasar y lo devuelva a
México en el siguiente vuelo.
Quizá sería momento de revisar esa dura reglamentación, propia de
países ricos que no quieren inmigrantes, porque las cosas han cambiado
rápida y radicalmente, ahora la gente, más que venir, está mirando cómo
se puede ir de aquí.
De toda esta gente que ya se ha ido, y que empieza a construirse una
vida en esa nueva oleada de españoles que va llegando a México, habrá
muchos que son hijos de esas personas que hace unos años, muy pocos, ni
siquiera diez, identificaban al inmigrante como el peor problema de
España y que hoy, con mucho asombro, y supongo que algo de vergüenza, se
encuentran con que son padres de un inmigrante, que trata de ganarse la
vida en otro país. Este es, precisamente, el precio de la desmemoria.
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